Más mapas (Holmesianos)
Para intentar recuperar el Códice Calixtinus, robado a primeros de julio de la Catedral de Santiago de Compostela, los agentes de la policía se han dividido –según se ha informado‑ en dos equipos: uno dedicado a las pesquisas sobre el terreno y otro a la “investigación pura”. El trabajo del equipo en el despacho probablemente comprenda la elaboración de un esquema con los elementos ‑personajes y situaciones‑ relevantes para el caso. Esa representación se podría llamar un mapa –por ejemplo, conceptual‑. La investigación “pura” supone estudiar minuciosamente el mapa, evidentemente incompleto, a la búsqueda de un elemento faltante que lo complete y resuelva el enigma.
Ese tipo de trabajo –teórico puro‑ posiblemente habrá contribuido a la solución de muchos casos reales. Desde luego ha funcionado con éxito en infinidad de ocasiones en el cine o la literatura, con el Sherlock Holmes de Conan Doyle como su mejor representante. Pero el método Holmesiano –sinónimo de deductivo‑ es sobre todo un paradigma de la investigación científica, que lo combina con la observación. Según el físico Max Tegmark, es impresionante lo mucho que podemos aprender sobre la realidad sólo a partir de un trabajo de detective, puramente teórico.
Así, por ejemplo, descubrió Américo Vespucio que las Indias Occidentales no eran parte de Asia sino un nuevo continente (Colón murió sin saberlo, o sin querer saberlo). El florentino empleó un cuidadoso proceso deductivo al estudiar meticulosamente la geografía admitida de la época, y revolucionó el mapa del mundo al establecer que debía existir un océano entre el Nuevo Mundo y Asia. Eso, una década antes de que Nuñez de Balboa contemplará por primera vez el Pacífico en 1513.
Otro ejemplo clásico sobresaliente es el descubrimiento de Neptuno, cuya existencia fue predicha matemáticamente –por los astrónomos Urban Le Verrier y John Couch Adams, independientemente‑ antes de que fuera hallado por el telescopio del Observatorio de Berlin en 1846, a partir de los cálculos del teórico francés. Berlín y Le Verrier se llevaron la fama del descubrimiento a pesar de que los cálculos de Adams fueron previos. Al parecer, en el Observatorio de Cambridge debieron pensar que era una locura que un tipo con papel y pluma –Adams‑ les dijera dónde había que buscar un planeta. Eso ilustra el escepticismo que, aún hoy, existe acerca de las verdades que se encuentran tan solo usando mapas. Claro que los dos protagonistas de esa historia disponían de un mapa fantástico –del universo‑ , uno elaborado por Newton: el modelo de la gravitación universal. Y es que, por entonces, las observaciones de la órbita de Urano no seguían exactamente el patrón predicho por la teoría Newtoniana. Salvo que existiera un planeta que –gravitando a su vez como Newton manda‑ perturbara la órbita ad hoc. Los dos científicos reprodujeron exquisitamente la órbita real de Urano siempre y cuando existiera un culpable –Neptuno‑ cuyo paradero calcularon a su vez usando el modelo de Newton.
En ciencias los mapas se llaman modelos. Un modelo es una representación o un esquema teórico de alguna cosa ‑generalmente en forma matemática, especifica la RAE‑. Como los mapas, todos los modelos son falsos. Pero veracidad ‑o parecido‑ no son la medida correcta de su valor. Una copia de la realidad misma, por ejemplo, es un modelo más: uno muy malo. Un modelo es siempre una simplificación –a menudo se diría que increíble‑ de lo que representa. Su éxito –como el de un mapa‑ reside en el correcto balance entre simplificación –distancia con lo representado‑, manejabilidad –facilidad de manipulación o análisis‑, y utilidad –capacidad para explicar o predecir.
El paradigma de ese balance sigue siendo la gravitación de Newton: sencilla en su formulación, matemática en su expresión, cognoscible mediante análisis deductivo, válida sólo aproximadamente, y tremendamente eficaz –“la más grande generalización lograda por la mente humana”, se ha dicho.
Los modelos están permanentemente sometidos a la “prueba del nueve”. Si un hallazgo contradice a un modelo, bien ha llegado el momento de pasar a éste al archivo histórico de la ciencia ‑como le pasó al geocentrismo de Ptolomeo‑ bien hay que modificarlo para que le deje espacio al hallazgo –como acabó haciendo la gravitación de Newton con la de Einstein para explicar, entre otras cosas, las anomalías detectadas en la órbita de Mercurio.
Cuando se tienen dos modelos válidos, los esfuerzos se dirigen a entender cómo solapan, idealmente a encontrar un modelo más general que comprenda a ambos. Eso, que es pan comido entre los diversos mapas terrestres en uso, es el nudo gordiano de la física. Lo consiguió famosamente –una vez más‑ Newton en el siglo XVII cuando unificó con su ley –se llama universal, claro‑ el modelo de Galileo para la caída de graves y el de Kepler para los movimientos celestes. Y también Maxwell en el siglo XIX al encontrar el modelo general del electromagnetismo –lo que conoce como la “segunda gran unificación” de la física‑.
El santo grial de la física del siglo XXI es la “gran unificación”, la teoría del todo de la que se desprendan todas las demás. Eso pasa por unificar dos modelos del universo tremendamente exitosos: la gravedad –que describe el mundo a gran escala‑ y la mecánica cuántica –que lo explica maravillosamente a escala atómica. No existe fenómeno conocido que contradiga ninguna de los dos y, sin embargo, se han mostrado totalmente incompatibles. Los esfuerzos para “casar” los dos mapas del mundo –en particular la gravedad cuántica‑ han sido hasta ahora en vano. Si se quiere comprender el universo –dice el físico Andrew Strominger‑ el enorme desafío es entender cómo las dos teorías pueden convivir.
Sobre el estado de esa gran cuestión, impresiona escuchar a físicos de la primera fila del conocimiento decir “no comprendemos” o “no tenemos ninguna idea sobre lo que sucede.” (Impresiona, por cierto, pero quizá mucho menos que imaginar –no consta que haya sucedido‑ tales expresiones pronunciadas por un economista.) Para resolver ese difícil caso, el trabajo fundamental es el de investigación “pura”, el que hacen los físicos Holmesianos. La física teórica –dice Tegmark‑ se ha convertido en una gran historia de detectives.
PS Se ha sugerido que el autor del robo del Códice Calixtino podría ser alguien “de dentro”. Usando el principio cuántico de que las cosas cambian su estado al ser observadas, uno podría imaginar un mapa Holmesiano para el caso, digno de novela negra. El dueño de un objeto valiosísimo pero desconocido para la gran opinión pública lo hace desaparecer a sabiendas de que el robo recibirá una impresionante atención de los medios de comunicación. Esa sobreexposición al ojo público convierte al objeto ‑ antes sólo conocido entre un pequeño círculo de expertos‑ es una superobra de arte mediática, reclamo de visita obligada. Por supuesto, es sólo un mapa –una teoría‑. Cuando se demuestre falsa, habrá que desecharla.