La maldición del escote
El episodio es bien conocido y suele suceder –entre otras ocasiones‑ al menos una vez por navidad. En la cena con los compañeros de trabajo, o en las cañas con los colegas del gimnasio, el procedimiento se repite una y otra vez. El numeroso grupo se acomoda en el restaurante o en el bar, y entre ruidos, risas o chistes, cada uno por su cuenta pide al camarero su cena o sus bebidas.
Después de más ruidos, risas o cánticos –y bebidas‑ llega el momento de pedir la cuenta. Alguien saca el móvil, divide la dolorosa entre el número de celebrantes y anuncia la noticia: “eeeh… redondeando con la propina… ¡a tropecientas!”. Ya con menos ruido chistes y cánticos, cada uno apoquina su parte, mientras piensa o murmura: “¡Ouch, qué rejón!”. Y de vuelta a casa cada uno va rumiando la sensación de que la cena ha sido mala o el bar muy caro. El año que viene habrá que cambiar. Y el año que viene se cambia: para repetir la misma escena final en distinto escenario.
¿Por qué? Porque la molesta sensación tras la cena se debe a un mecanismo de grupo que nada tiene que ver con el restaurante o el bar. Si a los comensales les gusta comer bien a buen precio, piden consecuentemente por separado y la cuenta se paga a escote, no hay forma de evitar el malestar del desenlace. A pesar de las razonables condiciones de partida ‑o mejor, a causa de ellas‑ el grupo es víctima de una trampa sin escapatoria, la maldición del escote.
La lógica del mecanismo es sencilla. Al elegir su propia cena, cada persona deberá decidir entre elegir un menú básico u otro superior, pongamos 20 euros más caro. Si el grupo es de 20 personas y se paga a escote, poniendo sólo un euro más un menda se come el chuletón del menú superior: un chollo. La cuenta le sale redonda: el menda pide el menú caro y cena bien y barato. La trampa consiste en que los demás razonarán del mismo modo, y pedirán también el menú superior. Resultado: todos acaban pagando el sobreprecio de su menú completo, a 20 pavos. Quizá el chuletón por un euro más sepa a gloria, pero a un extra de 20 deja ese retrogusto amargo con que el personal se marcha.
En realidad, el sabor final es ácido. Porque todos se dan cuenta de que, si el grupo entero pidiera la cena básica, se irían a casa más contentos. Sin embargo, eso no sucederá. Si se permite que cada uno elija su cena, el incentivo de cenar mejor sin pagar por ello contamina la elección de todo el grupo y el resultado es el mal sabor de boca de todos. No hay otra solución al dilema, incluso si se conoce el engranaje de sus piezas. Mientras las personas del grupo respondan a los incentivos, la próxima vez que cenen juntas y puedan pedir libremente pagando a escote, volverán a resolver igual el problema y sufrirán la maldición.
La maldición no es producto de la maldad o de la ignorancia de los individuos para resolver el dilema. Al contrario, cada uno resuelve su problema individual correctamente, pero el resultado colectivo es malo. En psicología se llaman trampas sociales. Se producen cuando conductas individuales eficientes –en el sentido de seguir correctamente los incentivos‑ producen un resultado colectivo ineficiente –ya que existe otra solución más satisfactoria para todos, pero que no se puede obtener a partir de la eficiencia individual‑. Uno sabe que está atrapado en una trampa social cuando autocensura su conducta –usualmente tildada de “egoísta”‑ diciéndose “¡Imagínate que todo el mundo hiciera lo mismo!”
La trampa puede conducir a consecuencias extremas indeseables. Si se abre estos días la página de Wikipedia, se encontrará un mensaje de su fundador, Jimmy Wales, solicitando recaudación para sostener la enciclopedia virtual libre de publicidad. Un individuo que valore la enciclopedia pero que se preocupe en primer lugar por el dinero que gasta, decidirá no donar nada pensando que otros lo harán. Así consigue Wikipedia y gratis, un chollo. Ese fenómeno se conoce como el problema del polizón. De nuevo, si todos razonan de ese modo, nadie donará nada y Wikipedia dejará de ser lo que es, lo que sin duda es un resultado desastroso para el polizón, que preferiría entonces –ya tarde‑ haber donado algo. Si gracias a los fondos recaudados la Wikipedia no se inunda de anunciantes no es porque los muchos donantes no razonen eficientemente, sino porque sus decisiones no toman sólo en cuenta el dinero gastado, sino además otros valores. Sobre todo en navidad.